martes, 30 de diciembre de 2008

Historias con la palabra ‘pelotudo’


a) Una especie de Jaimito universitario que se emborracha aún con tetrabrick, pero que está algo politizado (tiene un amigo que lo invitó a militar en “Quebracho”), está sentado, algo desparramado. El profesor lo mira, y pregunta en general: ‘Leyeron los textos de Weber y Durkheim?’. El muchacho, al sentirse aludido, exclama: ‘Yo no leo a esos pelotudos
[1]’.

b) Un hombre, que detesta a su suegro, viaja en una lancha por el mar en compañía, justamente, de su suegro. El mar está en calma y quizá por eso el suegro, acaso con la intención de sacar a relucir sus más profundos pensamientos, dice mirando al cielo: ‘estaría bueno que esta lancha se hundiera. Creo que si me tendría que morir está bien; ahora puedo hacerlo en paz’. El hombre lo mira y protesta: ‘¿Y yo, pelotudo?’

c) Esa tarde fuimos al microcine de la universidad, porque iban a estar los candidatos a intendente de la ciudad, y decidimos ir a ver si hacíamos alguna pregunta picante, o si algún conocido se animaba. Entramos y nos sentamos atrás, en la última fila, al centro. Tres asientos a nuestra derecha había un viejo, muy borracho, bien vestido aunque mal entrazado. Con una mirada vaga y un intento de aplomo, enarcó una ceja y dijo: ‘espero que estos pelotudos no se pongan muy teóricos’.


d) En uno de sus shows, el Artista incluyó un tema musical que se llamaba ‘improvisación’, en la que elegía al azar un instrumento musical, y tocaba algo con él. Antes explicaba que el show ya había terminado, quedando esta pieza musical por fuera del concierto, y que a los que no le interesara su improvisación podían retirarse. Esto último era, según el Artista, ‘la dosis suficiente de humor para ese tipo de conciertos’. Una vez, tras presentar estas condiciones, una persona del público se levantó y enfilaba hacia la salida. El Artista le dijo por el micrófono:
-Volvé, pelotudo, que era un chiste.


[1] (pese a su perfil gorila, destacado esto en la reunión de la editorial, el texto fue aprobado, más allá de haberse visto algunas caras disconformes)

lunes, 22 de diciembre de 2008


Teatro, todo un desafío



Un hombre mira sin pensar sobre un retrato que el público nunca verá. Recuerda situaciones, escenas pasadas con la persona del retrato. Ella es dulce y viste de blanco. Escenas de viajes por la costa. Luego él se va en un barco. Nunca vuelve. Se ve involucrado en problemas con la ley, se vuelve contrabandista. Siempre mira ese retrato. Está preso. Organiza un motín. Escapa junto a nueve compañeros, con los cuales forma una banda de traficantes. Conocen el peligro y a la muerte de cerca (fallece el más joven del grupo, apenas un muchacho. Eso le provoca mucho dolor, y el hombre llora en escena, muy sutil). Pasan los años, y se compran una mansión en Hong Kong, donde viven años de holgura. Allí se hace adicto al juego y pierde todo su capital, y pasa a vivir como un paria en medio de una ciudad cuyo idioma ignora. Una prostituta retirada –ahora dueña de un burdel- lo rescata de la calle, al recordarle a cierto soldado con el que pasó unas noches en el puerto. Ella es dulce y viste aún de blanco. Él aprieta el retrato contra su pecho, cae de rodillas, y se da a entender que él volvió con ella, y apostó todos los ahorros de la mujer, dejándola en la ruina y obligándola a prostituirse otra vez, para fallecer en poco tiempo a causa de una enfermedad venérea. Aún retiene la imagen de ella, demacrada, en el lecho de muerte. En esa soledad (el decorado es de lo más pobre: apenas una silla, la mesa sobre la cual se apoya el retrato), el hombre se levanta, cabizbajo, se vuelve a sentar, saca un cigarrillo del bolsillo de su camisa, lo enciende con fuego que pide al público, y exhala la primera bocanada, bien espesa. Cae el telón.
Al final, aparece todo el elenco antes mencionado, hasta los extras, muchos, todos bien caracterizados.

Para un relato futuro

A veces se me ocurre escribir un relato sobre una pintura que hay en mi habitación. Creo que no pasa un día en que llego y miro esa ventana que da al patio de una posible Andalucía del siglo XI, con los detalles arabescos en su arquitectura. Según mi hermana –profesora de arte- el cuadro guarda ciertos problemas de proporción y parece no haber sido terminado. Lo he colocado al lado de la ventana que da a mi patio, así tengo dos aberturas para contemplar; ambas no cambian demasiado, pero yo sé que cada una guarda una forma totalmente distinta de existencia. Una tiene un fin práctico; la otra, incierto. En ambas se ve un paisaje, pero el tiempo los aleja para siempre. Entonces, tras todas esas conclusiones diarias –nada originales- surge la idea del relato, cosa que a cada momento decanta en la posibilidad fantástica, en la apertura a otro espacio viviente dentro del cuadro, como si dentro de ese espacio reducido habitara una serie de figuras -que nuestro conocimiento y capacidad de interpretación deduce en casas, balcones, puertas, arcadas y escaleras- y a partir de allí se escondiera alguna clave capaz de influir en los días de mi vida. A lo mejor estas especulaciones nacen de mi predilección con ese cuadro sobre el resto de los objetos de la habitación. Es cierto, no está terminado, le faltan detalles que quedaron marcados a lápiz; en el ángulo inferior derecho hay un nombre y una fecha: diez de noviembre de mil novecientos setenta y nueve, fecha escrita con números, debajo del nombre: Sergio. Las circunstancias de cómo lo adquirí son tan vagas que hacen imposible dar con el pintor, agotadas hoy todas las instancias de búsqueda. A menos que el azar nos cruce, ese nombre, y el hombre detrás de la palabra, se van alejando también de mí. Quizá esa sola afirmación, trágica aunque casi indiferente, sea lo que me lleva a dedicarle algunos segundos de contemplación, fijado en detalles mínimos, como buscando algún signo nuevo: a veces en ese campanario amarillo, en la parte superior, quizá por su color, creo encontrar cierta emoción que no me pertenece, en esa forma de permanecer, como saliendo del montón de casas de tejas rojizas, con su ventana pequeña que apenas si dejaría ver la campana. A veces también creo que lo que yo veo como un campanario no haya sido pensado como tal, sino que fue una torre, o apenas una figura más para el cuadro. Su cielo celeste tiene algunas vetas de blanco, en una proporción muy pequeña respecto a la penumbra general. Por algunos momentos, creo reconocer una silueta humana en uno de los balcones, pero sólo es una pincelada de gris.
Escritos en el polvo (algunos poemas)





Amanece

El matiz ambiguo
de la mañana,
escala de grises sobre las casas del barrio,
no cesa, ritual,
de expandirse a lo largo de la calle.

Los testigos,
los perros en el baldío,
que deambulan toda la noche,
lo van percibiendo
como una cosa
cercana y sin nombre,
que los envuelve,
grises ellos también.

***
El sueño se esfuma,
jinetes de niebla
lo atraviesan en batalla.
Vil manera de huir
el cuerpo de la mente,
la mente del cuerpo,
todos nosotros.

***
Duermo y olvido
El mundo regresa al ruido y al movimiento.

Hacia una sola dirección,
sus fragmentos,
letras sueltas flotando en un plato de sopa,
remolinean,
bailan y se estorban
ante una multitud hambrienta.

De nada sirve el desconcierto al despertar.

***
El silencio de la habitación,
los asomos de luz en la persiana,
brotan en la conciencia
como señales de un lugar
al que se va llegando.



Cuerpos

Por tu cuerpo,
el agua
descubre que fuiste lecho,
y que surcos
invisibles
aún llevas dentro tuyo.
Se desliza,
el agua,
por tu cuerpo,
y sabe, el agua,
que eres río también,
río de lava y memorias,
memorias de esa lava;
y te lleva, ese río,
te recorre y te habita,
mientras te mece, el río, el agua,
junco desprendido,
que corres
por las venas de la tierra,
cuerpo también que flota
entre lava y memoria.



Kawabata

Amanece sin prisa
y te miro dormir.
Sobre tu espalda desnuda
dibujo caracteres con mi dedo,
signos que aprendí cuando niño,
que quedan invisibles
sobre tu espaldas desnuda.
Luego cierro los ojos
y escucho tu voz dormida
repitiendo los versos
que dejé sobre tu espalda desnuda.