lunes, 14 de junio de 2010

N/N

Salir del trabajo a la casa es una acción que ocurre de noche, y de la cual ya he perdido la menor noción conciente. Hago el trayecto caminando. Doblo esquinas, cruzo escaleras, traspaso ambientes. Llego a la rotonda, último parámetro que indica la cercanía del barrio.
Esta vez hay un operativo policial; un taxista ha entregado a dos muchachos que viajaban con él, eso es lo que explica a los curiosos. Los muchachos tienen las manos apoyadas al patrullero y esperan un descuido de un agente gordo que los vigila. Ese descuido ocurre y los muchachos escapan. Yo estoy en medio de la escena y veo al agente gordo que saca su nueve milímetros y dispara. Ese disparo me da en la frente.
Yo sigo caminando, cruzo la rotonda mientras veo cómo uno de los muchachos corre hacia unas tomas abandonadas, y escucho la sirena de un patrullero que ha llegado a sumarse a la captura.
Llego a mi casa. Caliento la cena. Me siento a comer mientras miro la televisión. La voz gangosa del intendente anuncia nuevas obras de veredas y jardines en los barrios a orillas del río. En un momento la sangre me cubre la vista. Me limpio con el antebrazo y sigo comiendo. La siguiente noticia habla de un operativo en la rotonda a la entrada del barrio: un detenido. Termino de cenar. Miro un rato más de televisión; doy vueltas por todos los canales disponibles, termino masturbándome frente al canal pornográfico, codificado, en donde apenas se ven algunas líneas y formas deducibles.
Me limpio con servilletas de papel. Me lavo los dientes en el baño. Miro mi agujero en la frente: la sangre está seca. Me lo cubro con un mechón del pelo.
Llego hasta la habitación. Me acuesto. Miro el techo. Apago la luz. Cierro los ojos.
Muero.

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